De Alcaudete a Espeluy. Historia de un largo viaje en tren

Aquel día de septiembre de 1984 me subí al Omnibus con destino Espeluy en la estación de Alcaudete-Fuente del Orbe; aún no era ferroviario de pleno derecho, pero ya llevaba más de un año formándome en Madrid para serlo. Algo sabía, tenía plena conciencia que sería uno de mis últimos viajes en aquel tren, si no el último, como luego devino ser. Había llegado a la estación en un autobús que hacía la ruta Alcalá la Real hasta la estación ferroviaria de Alcaudete dos veces al día. Eran aquellos tiempos en los que, sin tantos adelantos tecnológicos, había enlaces adecuados entre la llegada y salida de trenes y el bus, lo que ayudaba, y mucho, a que se escogiese el tren como medio de transporte. Era un domingo, como cualquier otro, y tocaba regresar a Madrid tras el fin de semana con la familia. El reloj marcaba las 16:43, hora oficial de salida hacia Jaén, aunque venía con retraso, ya entonces los trenes pasaban con retraso por esta provincia, 20 minutos me comentó el factor de circulación, y debía ser exacto pues se oía el zumbido de la locomotora, una diésel y el pitido repetido al paso de algún paso a nivel. Debía estar abandonando la Laguna del Salobral y encaminándose al gran Viaducto de Río Guadajoz, una obra de ingeniería industrial del siglo XIX imponente, frontera oficial entre las provincias de Córdoba y Jaén.
Como un reloj, los retrasos, las demoras también pueden tener meridiana exactitud, las 17:02 y los bogies pasando por los desvíos de entrada en Alcaudete. Una modesta composición, locomotora 313, vagón de mercancías y correo y tres vagones de viajeros, se acercaba muy despacio hasta llegar al andén. Una breve parada, bajaban unos, supongo provenientes de la zona de Málaga y subíamos otros, una docena. El pitido del factor, banderín rojo en mano, y a ir acelerando. Aquellos vagones no eran tan confortables como los actuales, pero sabían a gloria. Dejé el macuto sobre el portamaletas, justo encima de las cabezas de los viajeros, salí al pasillo, bajé una ventanilla y encendí un cigarro, me gustaba, disfrutaba del viaje viendo el espectáculo de la orografía que se iba mostrando ante mí. El acompasado tran tran del paso de las ruedas por las juntas de carril cada 12 metros se convertía en la melodía que acompañaba al viaje, tran, tran, tran, los primeros cinco minutos resultaba molesto, a partir de ahí se hacía imperceptible a mi atención, solo era un soniquete de acompañamiento.
Pasar por el Viaducto del Víboras en aquel tren es una experiencia difícil de explicar, su altura lo convertía en un mirador privilegiado, no solo del abismo que salvaba y en cuyo fondo había, sigue existiendo, un puente antiquísimo en el camino mozárabe. Las tardes en septiembre aún eran lo suficientemente largas como para que el enorme paisaje de olivar se mostrase en todo su colorido ante mi atenta mirada.
Pasa el Interventor antes de llegar a Vado Jaén, una breve parada para cargar unos bultos que esperan en una carretilla al final del andén, junto al muelle, y de nuevo a ir devorando kilómetros. En Martos suben muchos, bajan apenas un puñado, la parada da para salir al andén y saludar a las gentes ferroviarias del lugar.
Camino de Torredonjimeno se divisa una bandada de perdices que huyen despavoridas con el estruendoso pitido de la locomotora. En la antigua Tosiria el aire enrarecido de la cementera inunda el ambiente, se agradece que la parada sea corta. Torredelcampo nos espera, la estación es casi calcada al resto de la línea, esta Ruta del Aceite como le dieron por llamar que, partiendo de Puente Genil, serpentea por la Andalucía interior dando vida a decenas de municipios.
Entramos en Jaén a las 18:30, si los cálculos no engañan le hemos ganado 7 minutos al retraso pienso, como si realmente mi importase sabiendo que cuando llegue a Espeluy la espera se hará larga. El tren se abarrota en la capital, ningún hueco vacío y pasillos repletos, unos para hacer viaje hasta Madrid, como yo, otros para llegar a Linares Baeza y poder coger un expreso con destino Almería o Granada, los más, para llegar hasta Alcázar de San Juan y desde allí pasarse a trenes que les conducirían al Levante y Cataluña, incluso un pequeño grupo terminaría por hacer un transbordo más en Barcelona para subir en un tren que les llevase a la campiña francesa a recolectar uva.
Salimos de Jaén por el antiguo trazado, aquel que dividía la ciudad en algunos sitios o no permitía la expansiónnorte actual en otros. A mi derecha, tras esa ventanilla abierta, se divisa el polígono deLos Olivares, que, por entonces, ya era el foco industrial y comercial de la capital. Pasamos Grañena, aquí ya no paraba el tren por entonces, y hasta el Apeadero de Las Infantas-Villargordo, nuevo pitido que indica reanudar viaje hasta Mengíbar Artichuela.
Espeluy queda a un paseo. Por primera vez en todo el recorrido se ve el gran Guadalquivir fluir majestuoso. Son las 19:20, el tren se detiene en Espeluy; cae la tarde de un domingo de septiembre de 1984, toca esperar unas tres horas para seguir mi viaje, cambiaré de tren, he de llegar a Madrid temprano y subiré en el primer Expreso que pasa. Las esperas en esta estación están marcadas por su Cantina, una preciosa construcción, graciosamente decorada, hoy día ya cerrada, como todo el enorme complejo ferroviario de Espeluy, donde llegaron a trabajar más de 200 ferroviarios. El trasiego de gente era continuo, las 24 horas del día, bebidas, comidas, gente llenando sus esperas con juegos de cartas, maletas y bultos amontonados junto a las sillas, mesas en torno a las que las familias se reunían.
Pocos meses después, el Gobierno Central decidió cerrar la línea entre Puente Genil y Jaén capital, decenas de pueblos se quedaron sin su tren, su medio de transporte por excelencia, miles de habitantes discriminados con respecto a otros, y la excusa, la de siempre: no era rentable. Bien sabían los políticos, los de antes y los de ahora, que no hay mejor fórmula para hacer deficitaria una gran infraestructura, que dejar de invertir en ella, no mantener, no modernizar. Hoy, desde mi trabajo, miro la línea que conduce de Linares Baeza hasta Moreda atravesando la vega del Guadalquivir y Sierra Mágina y, con nostalgia y tristeza, pienso que ojalá no me vuelva a tocar hacer uno de los últimos viajes del tren por esas vías.

Manuel Pérez Perálvarez

26 de enero de 2021

Diario Jaén

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